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           SIC TRANSIT GLORIA MUNDI

                En el principio existía la Palabra
                y la Palabra estaba con Dios,
                y la Palabra era Dios.
                Ella estaba en el principio con Dios.
                Todo se hizo por ella
                y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.
                En ella estaba la vida
                y la vida era la luz de los hombres
                y la luz brilla en las tinieblas,
                y las tinieblas no la vencieron.
                                   (Jn, 1, 1-5)

En el principio existía la Palabra. Y la Palabra sobrevolaba las aguas, ligera e inasible, rasguñando nuestra piel con el aire de su vuelo. Y al notar su caricia los seres humanos, que habíamos sido formado de la arcilla primigenia, sentimos el impulso de abandonar las tinieblas, y quisimos ascender hacia la luz. Y se produjo un segundo alumbramiento porque en ese instante renacimos como animales lingüístico. Y las palabras nos habitaron, como una segunda naturaleza. Y nos imbuimos tanto de ellas que se nos escapaban por las yemas de los dedos y corrieron a hacerse Libro. Y entonces supimos que habíamos renacido incompletos, y que nuestra labor, como la de un dios menor, era (re)construirnos en el muslo del lenguaje, cada uno a su propia imagen y semejanza. Y aprendimos que escribir era la forma de adentrarnos en el misterio de lo que éramos. E intuimos que explicándonos explicábamos al mismo tiempo el mundo, porque todo estaba recién hecho y aún no habíamos trazado muros que nos aislaran de lo que nos rodeaba. Nuestras venas eran los ríos y nuestra carne la tierra. Todavía estábamos hechos de la misma materia de la que están hechos los sueños, y en nosotros bullían idénticos elementos que en las estrellas. Todavía éramos naturaleza. Y vimos que era bueno. E intuimos que el lenguaje, ese divino trebejo que Prometeo arrebató a los dioses, nos conectaba con nuestro ser más profundo y, al mismo tiempo, nos vinculaba a los otros. Porque el yo todavía no existía, tan solo un plural que incluía en su seno todo lo que alienta sobre la superficie de la tierra. Así era al principio.

Pero pasó el tiempo y nos tentó la soberbia, y empezamos a tropezar una y otra vez en la misma piedra, como animales ciegos. Y quisimos sentarnos en el trono de Dios, y lo hicimos, y la primera ley que dictamos es que, desde ese instante, la realidad debía funcionar como nuestra cabeza. Y empezamos a interrogar a las cosas, y ejercimos violencia sobre ella instándolas que nos desvelaran sus secretos. Y se nos olvidó que la sabiduría no se alcanza, que la sabiduría se concede al que camina en la noche en busca de un claro en el bosque, a quien se sienta en la hierba a esperar la llegada de la luz silenciosa. Y seguimos escribimos pacientemente lo que averiguábamos, nuestros aciertos, nuestras dudas, nuestros errores. Y encerramos ese conocimiento entre las tapas de los libros, y los arrojamos a la marea del devenir como náufragos que introducen su mensaje en una botella y lo envían a unos hombres cuyo rostro se desdibuja en un futuro que nadie puede imaginar siquiera. Y esta fue nuestra generosidad y nuestra condena.

Y pasó el tiempo, y nos engreímos aún más, y quisimos separamos de las cosas para proclamar nuestra grandeza. Y nos convencimos de que podíamos crear nuestro propio universo con la magia del intelecto, así que prescindimos de Dios y de la Naturaleza. Y entonces nos olvidamos de lo que sabíamos, y permitimos que los libros se hundieran en el torrente de la desmemoria, como civilizaciones perdidas en el fondo de un mar de piedra. Y los libros se soltaron de nuestra mano y regresaron al limbo de lo que nunca ha existido. Allí se dejaron colonizar por los animales marinos, y les crecieron algas en los tejuelos y las ramas de los sauces abrazaron sus páginas tiznadas, y los abandonamos en ese lugar sin limites que es el inconsciente colectivo. Y confundimos las lenguas en una Babel imposible, y nos enfrentamos en conflictos donde los poderosos se repartían los privilegios, y las ideas se redujeron a coartadas que maquillaran nuestro afán de salirnos a toda costa con la nuestra. Porque ya no nos importaron ni la verdad ni la belleza. Y amontonamos los libros como objetos inútiles para evitar que nos susurraran sus palabras de sabiduría, y renunciamos voluntariamente a escuchar a los muertos con los ojos. Y apilamos los libros, y los rodeamos de alambradas, porque la libertad nos dio miedo. Preferimos la esclavitud, nos dijimos, y a los libros se les adhirieron cráneos, máscaras, huesos, y esa ceniza que nos recuerda que las cosas podían haber sido de otra manera, pero que ya no hay remedio. Y finalmente quemamos los libros para perpetuar la ignorancia y que los que vinieran detrás fueran incapaces de identificar nuestro rastro. No queríamos que nos recordaban lo que nunca fuimos, lo que ya nunca seremos, y renunciamos con solemnes juramentos a que la palabra fuera la extensión de nuestro ser, el órgano con el que podríamos habernos relacionado con la vida. No, dijimos, preferimos darnos la espalda y abrazarnos a las máquinas. Ya no queremos ser árbol, ni nube, ni risco. Nos basta con el pensamiento racional y con la mecánica cuántica. El universo es un reloj, y yo soy el relojero, se dijo cada cual para su coleto. Y nos convencimos de que simplificando la realidad en una relación de causa y efecto conseguiríamos vencer el miedo. Y debilitamos el pensamiento hasta hacer de la existencia una dialéctica de estímulo y respuesta. Y orillamos la historia, y renegamos de Darwin porque esta otra evolución hacia el chip y la pantalla de plasma nos pareció un camino más llano y mucho menos complejo. Y la intuición mística se nos volvió irremediablemente Inquisición y ya no hubo palabras de luz encerradas en los libros, sino libros que prohíben la vida, libros que condenan cuanto hay de bueno en nosotros. Y la vida dejó de ser un juego, y ya nadie aspiró a colocar en su lugar las piezas del rompecabezas. Y se cerró el círculo con un  Apocalipsis que  no fue revelación, sino incendio, árbol seco y pavesas. Y ese fue el final de un sueño de nenúfares y caracolas. Alguno lograron sobrevivir a la barbarie. Estos son los que amontonaron los restos del naufragio y se aferraron a la sutil inconsistencia de las melodías nunca escuchadas, porque creyeron que así tendrían una segunda oportunidad sobre la tierra. Siempre nos quedará el murmullo del arte, se dijeron, ese lugar sin sombra donde el tiempo se detiene para que encuentren refugio la verdad y la belleza. Paseo entre las esculturas de Gema Lumbreras, acerco el oído a sus libros y escucho la palabra esencial: Sic transit gloria mundi. Sic transit cuando nos alejamos del centro, cuando renunciamos a concertar en un único aliento la inspiración del ser y la respiración de la vida.